martes, 20 de diciembre de 2011

“Hay que discutir sobre la calidad de la educación”

Camilo Jiménez: “Hay que discutir sobre la calidad de la educación”.
¿En qué consiste la lealtad de un maestro hacia sus alumnos? ¿Hasta dónde llega ese compromiso? ¿Debe persistir en su tarea un educador, aún por encima de la incomunicación y la apatía de sus discípulos? ¿Cuándo es ética una renuncia? Habla un profesor de periodismo que se convirtió en noticia.

Por Sinar Alvarado


Camilo Jiménez no pudo más. Después de nueve años dando clases en la Universidad Javeriana, en Bogotá, la semana pasada el profesor publicó su carta de renuncia. La colgó en El ojo en la paja, un blog sobre libros y edición que mantiene desde 2007. Allí sus entradas suelen ser muy leídas, nunca populares. Pero el texto de despedida empezó a circular velozmente en las redes sociales, y pronto fue publicado por varios medios de comunicación masivos (la publicación de Prodavinci aquí). Resultado: un ruidoso debate de opinión pública que creció en Colombia y pasó luego a los foros virtuales de otros países.
 
¿Quién es el autor de la carta polémica? Camilo Jiménez (Medellín, 1969) lleva dieciséis años trabajando en el mundo editorial colombiano: pasó la mayor parte de su carrera entre las revistas El Malpensante y SoHo, y ha sido editor externo del Grupo Santillana. Sin embargo, para el grueso de la audiencia su nombre era completamente desconocido. Muchas personas en Twitter, las mismas que lo convirtieron en trending topic, especulaban sobre las motivaciones de su renuncia: “quiere ser famoso”, dijeron; “busca desprestigiar a la universidad que le dio de comer”, acusaron; “y su pataleta es un gesto de egoísmo y arrogancia”, concluyeron. Otros, con mucha imaginación, lo dibujaron como un catedrático huraño, quizá un anciano: un rabioso enemigo de las nuevas tecnologías. Lejos de eso, para seguir animando la discusión, Jiménez ha estado “tuiteando” otros puntos de vista sobre el tema desde su cuenta @bocasdeceniza.
Un debate de estas proporciones no crece de la nada. El escándalo generado por la renuncia del profesor, aunque carece del análisis y del espíritu crítico que él mismo reclama en su carta, demuestra que el tema de la educación  —desde la primaria hasta el posgrado— es una de las grandes preocupaciones sociales, y uno de nuestros mayores retos. Todos parecen tener una opinión, y todos decididamente quieren que sea escuchada. La carta de Camilo Jiménez fue sólo la mecha que puso a andar el mecanismo.
-A una decisión como ésta, profesor, no se llega de golpe. ¿Hace cuánto venía incubando su carta de renuncia? ¿Cuál era el objetivo cuando la escribió y la publicó?
-Los sentimientos encontrados frente a mi clase venían de dos o tres semestres atrás. Desde entonces venía encontrándome ante una profunda desconexión entre lo que los estudiantes y yo queríamos y considerábamos esencial. Busqué maneras de llevar la clase, ensayé con otros títulos y formas distintas de presentarlos y acercarse a ellos, cambié los ejercicios que hacíamos, la manera de exponer puntos que yo estimaba importantes en esas lecturas. Este último semestre vi que durante el último año y medio o dos años, y a pesar de los intentos, no encontré la manera de comunicarme mejor con los estudiantes, y por eso la renuncia.
Ahora bien, no quería aducir “motivos personales” en una carta formal y protocolaria. Tenía sentimientos encontrados: tristeza, desconsuelo, esperanza y rabia, entre otros. Pero no sabía qué estaba primando en mí. No tenía nada claro, salvo que debía retirarme y pensar. Y la manera más efectiva de pensar, al menos para mí, es escribiendo. Con las propias ideas en el papel uno dialoga con ellas, las puede mirar desde distintos ángulos, las califica y discute con ellas, un poco como si fueran ajenas. La carta la escribí para mí y para mi jefa de la universidad, a quien se la pasé junto a la carta de protocolo, esa donde uno usa por única vez palabras como “irrevocable”.
Unos días atrás había reabierto mi blog, y la colgué allí para comentar todo lo que estaba sintiendo con los amigos que visitan la página. Ese era el objetivo: compartir mi desazón con mi jefa, y comentar esos sentimientos con los amigos que pasan por el blog y comentan, que son unos 30 o 40.
Mi jefa en la universidad me llamó unos minutos después de recibirla y me dijo que los colegas del departamento debían conocer la carta, que la había reenviado a unos cuantos. Al parecer uno de los profesores se la envió a la directiva de la universidad, y al día siguiente recibí una llamada del vicerrector académico pidiéndome autorización para enviarla a El Tiempo. Supuse que harían alguna nota o la usarían como insumo para una noticia sobre educación superior, qué sé yo. La publicaron a página completa el viernes y de ahí toda la resonancia que tuvo.
-El diario El Tiempo, de Bogotá, publicó una versión de la carta bajo el título “Profesor renuncia a su cátedra porque sus alumnos no escriben bien”. ¿Puede reducirse a esa frase su decisión?
-En lo más mínimo. Sí considero que un estudiante de periodismo de tercer semestre o superiores debería ya saber escribir y comunicarse mínimamente. No de manera creativa y original, eso se aprende con años de lectura y escritura, sino de manera efectiva. Mi decisión obedeció principalmente a que no me podía comunicar con ellos, a que no encontraba la manera de despertar su curiosidad y su interés en los asuntos del curso.
-En un punto de la carta dice: “Buscaba que (los alumnos) practicaran hacerse entender en un grupo, una herramienta que estimo fundamental no sólo para la vida profesional, sino para la vida civil”. La universidad, además de enseñar un oficio, debería además colaborar en la formación de ciudadanos. Y creo que este es uno de los puntos claves de su reflexión. La apatía hacia el aprendizaje puede estar relacionada con la apatía por la civilización, que no puede sostenerse basada sólo en el desarrollo tecnológico. ¿La verdadera emergencia aquí, más allá de la incompetencia narrativa, no está más bien en el riesgo de graduar muchachos atrofiados para la vida en comunidad?
-Para la vida en comunidad, sí, pero también para la vida en intimidad. Es claro que los modelos de aprendizaje que conocemos están cambiando. Ahora que todos estamos siempre conectados, expuestos; que tenemos seguidores sin ser estrellas del espectáculo ni gurús, y “amigos” de quienes apenas conocemos las fotos de un paseo, quizá lo que esté haciendo falta sea fomentar en los estudiantes el silencio, la intimidad, la introspección. Con tantos estímulos lo que se está perdiendo es la mirada hacia el propio interior, que es tan alimenticia. No se ría, pero dentro de las estrategias que he pensado en estos días está la de comenzar —o terminar— cada clase con una sesión de meditación de cinco minutos. No estoy diciendo que lo voy a implementar si regreso a las aulas, o que debería implementarse: estoy diciendo que he pensado en ello.
Por otro lado, la manera de conversar y de discutir —que es el medio privilegiado para el desarrollo de la vida civil— también está cambiando. Siempre consideré fundamental escuchar al otro, intentar entender bien lo que dice, y contestar en consecuencia. Si las razones del otro son válidas, el propio enfoque se cambia, así de simple. Pero las discusiones y conversaciones son en muchas ocasiones un —perdón por el cliché— diálogo de sordos. Cada quien expone sus ideas y razones y oye de mala manera las del otro, y al final cada uno está más empeñado en sus razones aunque las del otro sean vigorosas, válidas. Lo que importa en una conversación moderna es tener la razón. Y a mí lo que me importa es justo lo contrario: encontrar otras razones que amplíen mi experiencia. ¿Sabe? Yo me meto poco en discusiones. Muy poco. Porque cuando intervengo en ellas estoy dispuesto a cambiar mi manera de pensar si las razones que me expone el contrario son válidas, y espero de mi interlocutor la misma actitud. Y muy pocas personas están dispuestas a eso.
-Que la carta haya hecho tanto ruido parece una buena noticia. ¿Cree que de algún modo eso le da la razón? ¿A qué viene tanto escándalo?
-No se trata de tener o no tener razón. ¿Razón en qué? Lo que he pensado con toda esta resonancia es que en la carta se tocan puntos en los que mucha gente estaba pensando, que había inquietudes al respecto, tanto de parte de los profesores como de los estudiantes, de los padres de familia y las instituciones. La carta relata una experiencia personal de clase, pero al parecer muchos compartían esa misma experiencia, de parte y parte. El ruido en este caso puede ser conveniente, porque lleva a mucha gente a pensar cómo está asumiendo el proceso educativo en el punto en que le tocó: como estudiante, como docente, como institución o como padre de un universitario. Ahora que se habla tanto de cubrimiento y alcances de la educación, vale la pena agregar la calidad a la ecuación. Y la carta va en ese camino.
-La cátedra que abandona se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social en la Universidad Javeriana. ¿No es bastante claro esto? ¿No deberían saber los estudiantes qué tipo de cosas se les van a exigir?
-Sin duda. ¡Se están formando como periodistas, como editores! No me cabe en la cabeza que un joven de quinto semestre de Comunicación Social no solamente no haya leído a Truman Capote, sino que no sepa quién es. O, para ponerlo en el plano local, que no sepa quién es ni haya leído a Daniel Samper Pizano. No me cabe en la cabeza que no identifiquen lo esencial en un texto y sepan ponerlo de manera clara en un escrito breve. No me cabe en la cabeza que entreguen pruebas escritas plagadas de errores básicos de escritura. Le cuento un caso específico: uno de los ejercicios que propuse fue hacer un resumen de Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez. La entrega de uno de los estudiantes empezaba así: “Retrato de una naufrago es un libro de…”. No me cabe en la cabeza que un estudiante de Comunicación Social, de tercer semestre o superior, entregue un trabajo con tres errores, tres, en el título del libro que está reseñando.
No creo que la tarea de un profesor de la materia Evaluación de Textos de No Ficción, que se da en niveles superiores, sea enseñarles a hacer un resumen. Creo, sí, que es pulir y mejorar esa herramienta, pero no enseñarla.
-Muchas universidades han adoptado la opción de convertir la Comunicación Social en un curso de posgrado. Así, los estudiantes de carreras como Historia, Literatura o Ciencias Políticas, con una formación intelectual más sólida, pueden luego adquirir destrezas de orden técnico que podrán aplicar en los medios. ¿Te parece conveniente esta alternativa en Colombia? ¿Puede ser una solución?
-Lo he pensado y lo he discutido con amigos. Mire usted que muchísimos periodistas sólidos (de radio, televisión, o internet; no importa el medio) vienen de otras áreas del saber. Y en la práctica, cuando están trabajando en los medios, van aprendiendo la manera de hacer público ese conocimiento. Puede que la Comunicación Social como programa académico apenas dé para armar una tecnología, o una especialización. Sucede con las licenciaturas: en Artes Plásticas, en algunas universidades, se cursa la carrera, y quienes quieran especializarse en la labor docente deben hacer uno o dos años más para aprender estrategias didácticas. No sería mala idea: que alguien estudie la carrera de Economía, de Historia, de Antropología, de Literatura, y si quiere ser periodista, comunicador, completa esos estudios con uno o dos años donde se le den los rudimentos de la comunicación social. Técnicas de radio, de televisión, de escritura. No digo que sea lo ideal, pero es un punto para pensar sin apasionamientos.
-¿Cuánto de ética hay en su renuncia?
-No sé. Lo que sé es que siempre he intentado evitar hacer cosas por obligación, y la asistencia a mi clase se me estaba convirtiendo en una carga. Si algo no me reta, si no aprendo, me aburro, haga lo que haga. Y en mi clase no estaba aprendiendo al lado de los estudiantes; no me estaba sintiendo suficientemente estimulado por la interacción con ellos. Y los estudiantes no se merecen tener al frente a un profesor cansado, desmotivado.
-En los foros donde se discute su carta —Twitter, Facebook, páginas de periódicos y revistas— se repite la palabra “derrota”. Alegan que usted “tiró la toalla” antes de tiempo, que debió insistir.  ¿Se siente derrotado? ¿Qué es lo que más lamenta?
-Derrotado para nada; no estoy peleando ni compitiendo. En la carta expuse lo que estaba viendo y lo que estaba sintiendo. Lamento las lecturas sesgadas, cargadas de prejuicios, de rabia. Los argumentos ad hominem (y espero que no me crucifiquen por soltar un latinajo). El marcado interés en desacreditar al autor de un texto que incomoda. Lamento que muchos lectores se hayan entretenido en lo accesorio de la carta, en lo insignificante. Pero ese es el mismo problema que estoy señalando allí: la falta de lecturas, de reflexión, de análisis sereno de los hechos lleva a que la atención se concentre en aspectos intrascendentes. De una carta o de cualquier otro texto, sea escrito, audiovisual, político, etcétera.
-“Culpa” es la palabra que más se repite en esos foros. Todos buscan un culpable. ¿Quién es? ¿Dónde está ese personaje indolente?
-Con todo este asunto me he dado cuenta de que hay una tendencia a convertir todo escrito en un relato policial: ¿Dónde está el culpable?  ¿Quién es el asesino? ¿Contra quién está escribiendo? Leemos llenos de prejuicios, intentando encontrar ideas que afirmen las nuestras, nunca que las discutan. Leemos intentando encontrar respuestas, no más preguntas. Por eso los desenfoques, las lecturas parcializadas, los engaños y malos entendidos. Si a alguien culpo en mi carta es a mí mismo, a mi incapacidad para comunicarme de manera efectiva con mis estudiantes.
-Muchos erraron el enfoque y le critican su supuesto ataque a las nuevas tecnologías. ¿De qué modo aprovechar estas herramientas? ¿Se ha planteado buscar un sendero en esa dirección?
-Ese enfoque equivocado viene de lo que dije en la respuesta anterior. La mala lectura, la “lectura bárbara” de la que habla Alejandro Rossi. Me sorprende que tantos hayan pensado que estoy en contra de la tecnología. Por favor: tengo un blog, tengo Facebook y Twitter; paso muchas horas al día en internet. No estoy en contra de la tecnología: estoy en contra de la mediocridad. Uno de mis poetas favoritos es Juan Ramón Jiménez. En un aforismo, dice: “Lo malo está más cerca de lo bueno que lo mediocre”. No puedo estar más de acuerdo. Y lo que veo en mis clases, en los medios de comunicación, en el acercamiento a los hechos, es mediocridad, ligereza, desconcentración, facilismo. No soy capaz de decirlo de manera más suave.
-La frase de Wittgenstein dice que “el universo de cada hombre es exactamente del tamaño de su vocabulario”. Es decir, el mundo y la realidad que percibimos están enmarcados en nuestra propia capacidad para nombrar y narrar. Es decir, para pensar y reflexionar. ¿Qué pasa si el futuro no es más esto que hemos conocido, y desaparece para siempre la vocación por el saber ligada a la palabra? ¿Se imagina viviendo en un mundo donde la formación sólo sean cápsulas y búsquedas de Google resueltas en fracciones de segundo?
-Cuando terminé de armar la carta y la envié entendí varias cosas, entre ellas, que el texto se parece al testimonio de alguien que se da cuenta de la tan manoseada “brecha generacional”, y le duele. No me molesta haber evidenciado eso.
Ahora bien, no creo en un futuro por fuera de la palabra. Toda actividad humana creativa empieza con la palabra. Un guión de cine o un libreto de televisión, una obra plástica, un portal de internet, un experimento científico (que considero que tiene una carga grande de creatividad) están atravesados por la palabra. Todo empieza con una idea que se va materializando en palabras, que va tomando forma allí, en la intimidad de nuestro cerebro, a través de las palabras. Lo que sí puedo imaginar es un futuro o un presente más frívolo. Interesado en cosas insignificantes, y allí lo digo. Están cambiando los intereses. Eso duele, y el dolor está expresado en mi carta, pero hay que buscar entonces alternativas. En mi texto no avanzo en propuestas, vendrán otros que sí lo hagan: textos míos o de las personas que están pensando en todo esto.
-¿Volverá a clases?
-Quizá sí. Me gusta compartir experiencias, y el aula de clases es un lugar privilegiado para ello. Por ahora voy a pensar en herramientas y estrategias, voy a estar atento a lo que está pasando en las instituciones de educación, con los estudiantes y profesores. Después, tal vez, regresaré.
PARA LEER LA CARTA DE CAMILO JIMÉNEZ TAL COMO FUE PUBLICADA EN SU BLOG PERSONAL, HACER CLICK EN:

¿Por qué dejo mi cátedra en la universidad?

miércoles 7 de diciembre de 2011

¿Por qué dejo mi cátedra en la universidad?




Fotografía tomada de Bookshelf Porn

Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trataba de escribir un párrafo que condensara un texto de mayor extensión. Es decir, un resumen. Un resumen de un párrafo. Donde cada frase dijera algo significativo sobre el texto original. Donde se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito –ortografía, sintaxis– y se cuidaran las mínimas normas de cortesía que quien escribe debe tener con su lector: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era una condición. La condición era escribir un resumen en un párrafo sin errores vistosos. Y no pudieron.
Está bien, no voy a generalizar. De treinta estudiantes, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos no pudieron escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro. Estudiantes de comunicación social entre su tercer y su octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los cuarenta y los cincuenta, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos son posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a que al menos veinte de esos estudiantes tiene banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales de cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.
Por supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de Power Point ni películas, a lo más vemos una o dos en todo el semestre. Quizá ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo más bien proyectarles diapositivas con frases en mayúsculas que indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote en lugar de leer A sangre fría. No debí insistir tanto en la brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras sino de tres cuartillas mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.
De esas limitaciones e inseguridades mías, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de mis estudiantes este último semestre que di clase, sus silencios, su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. No supe preguntar esta vez, no supe invitarlos a pensar. De ahí quizá vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas y desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, temblorosos que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombies. Quizá eso es lo que son. Los párrafos, quiero decir.
El curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. Los autores iban variando de un semestre a otro. Capote, Talese, Hersey, Abad Faciolince, Mitchell, Wolf, Paz, Rossi, Salcedo Ramos, Borges, Caparrós, Tejada Cano, Reyes, Samper Pizano, Sacks… A partir de esos clásicos nacionales y extranjeros los estudiantes intentaban escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero un resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo –contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera–. Una vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen bien hecho pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un informe editorial o una reseña.
En una de las sesiones semanales revisábamos lo que veníamos leyendo, y yo intentaba dirigir la conversación para que identificaran las características del género, así como las fortalezas y debilidades del texto en cuestión. La otra sesión la dedicábamos a revisar y pulir los ejercicios escritos de los estudiantes. En el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo dice y lo que dice el otro en una conversación. Buscaba que practicaran hacerse entender en un grupo, una herramienta que estimo fundamental no sólo para la vida profesional, sino para la vida civil. El otro concepto transversal –debo posar de académico—del curso, la economía lingüística, buscaba mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en cien palabras debe sintetizar un libro de 200 páginas debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores. Cada palabra es importante, cada frase debe decir algo pertinente.  
La inmensa mayoría de estudiantes de este último semestre que di clase, y los de dos o tres anteriores, nunca pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Asimismo, siempre hubo otro ambiente en mis clases. O motivé yo un ambiente distinto, no sé. Notaba un calibre más inquieto en los veinteañeros que estaban frente a mí. Más dubitativo. Más curioso. Había más preguntas en el ambiente. No encuentro otra forma de decirlo. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía. Menos espíritu crítico.
Debe ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. “Esos gorditos de más”. El mensaje en el Blackberry que no da espera. Debe ser que no me supe sintonizar para el momento en que La Tigresa de Oriente se volvió más cool que Patti Smith.
Nunca he sido mamerto ni amargado ni ñoño, no me voy a engañar: a los veinte años fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía. Mis amigos veían películas como si se les fueran a salir los ojos. Podíamos discutir una hora, cuál de todos más copetón, si John Cazale era el Freddo de El Padrino y el compañero de Pacino en Tarde de perros. O en qué discos de Lou Reed había tocado el bajo Fernando Saunders. Esas cosas que no interesan. O sí. No sé, en esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. A otros por supuesto les interesaban el dinero, el poder y las chicas. Y no leían. Pero había muchas personas de nuestra edad que estaban haciendo cosas, que se preguntaban cosas, que especulaban. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.
Es cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al “sistema”. Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los veinte años o menos.
Mi sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee, que lee mucho en Internet. Es una respuesta generacional y genérica. La pregunta es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Sólo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.
Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ya otra cosa con la que no me pude sintonizar. De pronto ya no se trata de comprender un texto, de dialogar con él. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombies. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando los alumnos de mi último semestre de clases tengan treinta y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis cosas voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.